Fiuggi 24-27 Abril 2014

XXVII Congreso Internacional

“Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria”

Un saludo a todos los participantes del Congreso.

Con gran fe en el Señor Resucitado les saludamos a ustedes que participan en este XXVII Congreso Internacional.

La reflexión se trata de un paso de la primera carta a los Colosenses Cap. 1, 24-29.

Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro, conforme a la misión que Dios me concedió en orden a vosotros para dar cumplimiento a la Palabra de Dios, al Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo. Por esto precisamente me afano, luchando con la fuerza de Cristo que actúa poderosamente en mí.

Hemos centrado nuestra atención hablando de la Gloria de Dios, de su presencia en nosotros y de la esperanza de la gloria futura.

La Gloria de Dios podremos definirla como la Revelación de su presencia.

En la revelación judeo-cristiana ‘lagloria?’ es el ser trascendente de Dios: (la trascendencia podemos definirla como la realidad por encima de cualquier otra realidad con la cual se manifiesta o identifica Dios)

A través de esta revelación de la naturaleza de Dios, el Señor elige mostrarnos su gloria,  nos revela cuanto desea darse a conocer a nosotros.

A todo le compete glorificar a Dios, por ejemplo la obra de la creación glorifica a Dios  en su sabiduría y omnipotencia, la obra de la Encarnación del Hijo, glorifica a Dios en su caridad.

Como Dios no podía manifestar mayor misericordia y mayor caridad que dando a su Hijo por la salvación de los hombres, así ninguna obra puede en mayor medida glorificarlo por la Encarnación del Verbo.

A través del Verbo hemos estado predestinados en Él para ser “alabanza de su gloria” (Ef. 1,12). Cada Cristiano es por si mismo un reflejo de la gloria de Cristo: Su elevación al estado sobrenatural, su santificación, su alegria terrena, tienen como fin supremo la gloria de Aquel que los ha redimido.

Por tanto, la Gloria de Dios es también la revelación de Dios mismo en los hombres, de hecho, Dios dice que revelará su Gloria a todos aquellos que la busquen. La gloria, no se identifica entonces en una manifestación física o un extasis o una luz, sino como acabamos demanifestar en la revelación de su propia naturaleza.

La Gloria de Dios es este Ser divino que, haciéndoce presente, da al hombre el sentido de Su plenitud, de Su fuerza, de su realidad. Entonces, el hombre viene a menos para resurgir en Dios.  En esta revelación, Dios se hace más cercano, y el hombre viene llamado a entrar en el misterio.

Entre más Dios se acerca al hombre, la revelación divina se hace más plena, más íntima, les permite proceder en un camino de libertad, de responsabilidad y de colaboración a la acción misma de Dios.

¿Qué quiere decir glorificar a Dios?

Quiere decir dejarse poseer, envestirse y transformarse por Él, quiere decir dejar vivir a “Cristo en nosotros” .

Esto indica todo un programa, un camino de vida que usted tiene que recorrer, una elección que tomar: de vivir para Cristo o vivir sin Cristo. Vivir para nosotros mismos o vivir para los demás. Acogiendo en nuestro corazón esta revelación “Cristo en nosotros”, Dios-Padre, a través de Jesús, nos consigna su revelación y a través de esta misma viene a habitar en nosotros (Cristo mismo).

Si queremos hacer que Jesús habite en nosotros, debemos hacerlo de modo que esta gracia que hemos recibido, debe ser tomada con determinación de parte de cada uno de nosotros, porque el mundo en el que nosotros vivimos, está siempre dispuesto a arrebatárnosla. Cuántas veces Dios ha dicho, ustedes están en el mundo, pero no pertenecen al mundo. (Jn. 15. v19)

Nosotros sabemos bien que para un cristiano, un carismático, escoger, vivir y testimoniar al Señor no es fácil. En base a esta elección que se debe renovar cada día, existe la Palabra de Jesús que dice: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que tome su cruz y me siga” (Mc, 8-34).

Jesús entonces nos dice que, si alguno quiere construir una relación personal con Él seriamente, si quiere seguirlo, si quiere que el camino de Jesús convierta la regla del suyo y no intente andar en otras partes o tener otra metas, ahora debe negarse a sí mismo, a las propias pretensiones egoístas, egocéntricas y a los propios deseos y debe sobre todo tomar su propia cruz y seguirlo.

La afirmación es muy fuerte, pero responde a una lógica presente en muchas otras palabras de Jesús; como cuando a manera de ejemplo, Él dice a quién decidiera seguirlo: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.» (Lc. 9, 58)

La elección de seguir a Jesús hace del discípulo una persona que no debe tener vínculos especiales, en el sentido que “no debe echar raíces”, debe estar siempre dispuesto a seguirle, sin atarse a un refugio propio o protección 1014461_503895183050602_2193654788297434904_nestable sobre esta tierra. La raíz es Cristo, allí se funda y se nutre la propia vida.

A quien esté dispuesto a seguirlo cuide de no tener vacilaciones del tipo:         “Señor, déjame andar primero a sepultar a mi padre”,  Él responde: “deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios” (Lc. 9, 59-60).

Tras este requerimiento exigente, es necesaria una elección decisiva, de la que depende todo; el bien o el mal, la verdad o la mentira, la vida o la muerte. Esta elección exige coraje y no puede ser otra que el Reino de Dios; el Reino de Dios identificado con Dios mismo, fuente y culmen de toda la vida cristiana.

Es por esta elección que nosotros nos empeñamos; no es una actividad que se puede cumplir a tiempo parcial o por un periodo limitado, en cambio sí es una elección en la cual el cristiano se compromete en sí mismo para siempre, en la convicción que el Cristo por el que pone en juego su vida, vale este sacrificio. Las dos cosas van claramente juntas: de una parte la amplitud y la profundidad del sacrificio que viene dado a cada uno de nosotros que hemos decidido seguir al Señor; y de la otra la belleza de Cristo, por el cual vale la pena dejar cualquier otra cosa.

Esta elección, cambia todo nuestro modo de vivir porque vivimos la vida misma de Jesús; por quien no somos más nosotros los que vivimos, más es El quien vive en nosotros. Todo cambia: el diálogo con las personas, con el mundo cercano y lejano, con las cosas que Él mismo ha creado. Todo es vivido como una experiencia del Resucitado.

A veces las personas, los mismos cristianos, presa de su humanidad, son distraídos; recordemos como ejemplo el episodio de los discípulos de Emmaus, narrado en el Evangelio: Jesús Resucitado estaba con ellos, caminaba al lado de ellos, más no lo reconocieron, porque eran presos de los y afanes y preocupaciones de la vida. Estaban afligidos, desesperanzados, replegados sobre sí mismos.

Esto puede sucedernos también a nosotros. Debemos estar atentos, y ser rápidos en reconocer a Jesús que está siempre a nuestro lado, por eso es necesario dejarnos transformar por su Espíritu con una completa mutación de  nuestra mente; hacer morir “al hombre viejo” con sus acciones y hacer resurgir en nosotros al “hombre nuevo” creado a imagen y semejanza de Dios.

El hombre nuevo piensa y actúa como Jesús. El hombre nuevo tiene sus mismos sentimientos: bondad, humildad, dominio de sí mismo, paciencia, dulzura, perdón, etc.

¿Cómo podemos hacer crecer ese hombre nuevo en nosotros?

Haciendo de modo que el Espíritu Santo sople dentro de nosotros, en el rostro diario, en nuestro presente, dejándolo descender en nuestro pasado para obtener la sanación de los efectos causados por el pecado, hasta “la médula, hasta las articulaciones de los huesos”.

Significa exponer toda nuestra vida al amor de Dios y a la luz de su Evangelio que nos convierte, que nos libera, que nos sana, que nos hace salir de la mediocridad y nos hace renacer una segunda vez.

Para entendernos debemos hacer nuestro el relato de Nicodemo, un maestro de la ley que fue de noche a Jesús y le dijo: “Rabí, sabemos que eres un maestro venido de Dios, porque ninguno puede comprender los signos que haces tú, si Dios no está con él”.

Le responde Jesús: Jesús le respondió: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios.». Dícele Nicodemo: « ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios.  Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn, 3. 1-8)

Renacer en Cristo, significa dejarse renovar, regenerar y conducir por el soplo del Espíritu Santo, de este viento divino, de esta brisa de lo alto.

Pienso que es oportuno traer a la mente el día de nuestra Efusión y sobretodo debemos pedir al Señor de renovarla continuamente, de manera que Él saque de nosotros todo aquel impedimento o dificultad que impiden el pleno disfrute de la gracia, haciéndonos revivir aquella experiencia en un modo aún más fuerte que la primera vez.

Renacer en Cristo significa experimentar el episodio del Evangelio de la Transfiguración, dejándonos llevar por el Espíritu Santo sobre el monte, para gustar de la presencia de Dios y como Pedro exclamar: “Es bello Seor estar aquí. Hagamos tres tiendas”.

En nuestros encuentros de oración debemos desear con todo el corazón un nuevo Pentecostés, para ser todos “llenos y transformados”, como los discípulos, de la potencia del Espíritu Santo.

Debemos nuevamente dejar que Su unción, abrume todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo.

Entonces, en la libertad, en la armonía, en el orden del Espíritu Santo nos dejaremos conducir con gestos inspirados por Él como: alzar las manos, alabar en lenguas, agitar las manos, disfrutar, llorar, cantar, danzar con grande entusiasmo.

La palabra entusiasmo no tiene nada que ver con la exaltación, pero nos conduce a aquella “sobria intoxicación del Espíritu” que tuvieron los discípulos el día de Pentecostés. ¿Con qué otra palabra podríamos describir su actitud?

Alguno que haya venido por primera vez a este Congreso, diga que también nosotros como los discípulos, parecemos “borrachos”!

Los escritos de los padres de la Iglesia nos responden aclarándonos la idea:

“Estos hombres no están borrachos como ustedes sospechan”, responde San Pedro. Y San Cirilo de Jesrusalén 10314529_503895396383914_1812327849956334016_ncomenta: “No están borrachos en el sentido que ustedes entienden, están ebrios, sí, pero de aquella sobria intoxicación que hace morir los pecados y vivifica el corazón”. Ref. (Hech. 2 v.15).

Es este el momento en el que el corazón de piedra, se va transformando en el corazón de carne.

Padre Catalamessa dice que, de modo que las cosas puedan cambiar también en nosotros, como sucedió con los tres discípulos sobre el monte Tabor, necesitamos que en nuestra vida suceda cualquier cosa similar a aquello que sucede a un joven y una joven cuando se enamoran.

En el enamoramiento, el amado, que primero era uno de tantos o quizás un desconocido, de repente se convierte en único, todo lo demás se pone detrás y se coloca en un fondo neutro.  No se es capaz de pensar en otro. Sobreviene una verdadera y propia transfiguración. La persona amada es vista como en un halo luminoso. Nos atrae y la atracción es capaz de poner alas en los pies, coraje, alegría y fuerza.

Pero los jóvenes se ven y se tocan, de forma concreta cualquiera entre nosotros; también a Jesús se le ve y se le toca, con otros ojos y con otras manos: aquellas del corazón y de la fe.

Él ha resucitado y está vivo. Es una persona concreta, no una abstracción, para quienes tienen la experiencia y el conocimiento.

De hecho las cosas con Jesús van incluso mejores. En el enamoramiento humano nos podemos engañar, atribuyendo al amado dotes que quizás no tiene y que con el tiempo podemos vernos forzados a repensar. En el caso de Jesús, entre más lo conocemos y estamos juntos, más motivos descubrimos para estar enamorados de Él y confirmar nuestra elección.

Para enamorarse se necesita encontrarse y frecuentarse!

Así para enamorarse del Señor, se necesita encontrarlo, frecuentarlo y dialogar con Él a través del instrumento privilegiado que es la oración.

La oración es en su esencia la participación al diálogo del Hijo con el Padre en el amor y en la comunión del Espíritu Santo.

El Evangelio nos dice que Jesús amaba retirarse a un lugar solitario a orar o pasaba las noches en oración. (Lc. 6,12).

A través de su ejemplo, Jesús nos quiere revelar un camino para recorrer, una relación que tener.

En el Evangelio de Lucas, cap. 11, versículo 1, los discípulos  se tornan a Jesús diciéndole: “Señor, enséñanos a orar”, Jesús les enseña pronto a invocar, a Dios con el Nombre de Padre. Tantas veces nosotros pronunciamos de manera distraída y por costumbre este nombre, que resume en sí la expresión más alta, el fundamento de ser “hijo en el Hijo”.

Este diálogo nos conduce a Dios en todas las necesidades de nuestra vida terrena, aquellas materiales como nuestro pan cotidiano, aquellas espirituales como el perdón de los pecados. Nos ayuda a vencer las tentaciones, a orar por la sanación de un hermano, sobre todo a alabarlo y agradecerle por cada cosa.

Hermanos y hermanas, estemos atentos para no reducir nuestra oración a puro formalismo externo. Esa debe ser la expresión verbal, de la elevación de la mente y el corazón a Dios.

En este contexto quizás necesitamos aprender  a escuchar al otro, y “escuchar” significa prestar atención a quien habla, pero también significa “estar en silencio” para acoger la palabra de otros.

Un gran ejemplo de escucha nos viene de María; en el Evangelio de Lucas nos dice: “María guardaba consigo todas las cosas que había visto y oído sobre su hijo, meditándolas en su corazón. (Lc. 2, 18-19)

Dejemos que Su palabra entre en nosotros como espada y nos transforme  interiormente.

Esta, de hecho arriba a las partes más inaccesibles, donde se encuentran nuestras convicciones más profundas. Al punto de transformar nuestro espíritu, eliminando todo concepto equivocado, sustituyendo la mentira con la verdad.

La Palabra de Dios puede discernir nuestros pensamientos e intenciones al grado de cambiarlas. La carta a los Hebreos, en el Cap. 4, 12 dice: “La palabra de Dios es viva y potente, es más cortante que cualquier espada de doble filo; hasta dividir el alma y el espíritu, de las coyunturas al tuétano y discernir los pensamientos y las intenciones del corazón”.

Sólo permaneciendo firmes en la Palabra y buscando al revelación de su gloria, seremos transformados y podremos hacer experiencia de su amor.

En esta revelación, Dios cambia también nuestro rostro, que es la expresión exterior de aquello que está en nuestro corazón.

Dios con su amor quiere revelarse a todos nosotros y llama a cada uno de nosotros a la divulgación, al anuncio, a la evangelización y a la misión.

Estamos llamados a testimoniar al mundo aquello que Él nos muestra, el camino santo, su misericordia, su amor, su bondad, su gracia y su perdón.

Dios quiere darse a conocer, a pesar de los desafíos que la fe encuentra en el mundo moderno.

A menudo se habla de la secularización entendiéndola como el fenómeno que nos aleja de los principios cristianos.

La secularización quiere reducir la realidad sólo  a la dimensión terrena de nuestra vida, oponiéndose al regalo y posterior concepto de cristiano de eternidad. La secularización es como un león rugiente que busca a quien devorar.

Debemos comprender que no estamos frente al deseo de una recompensa eterna como proyección  de las expectativas terrenales discontinuas. No es, el deseo de una recompensa eterna lo que ha producido la fe en Dios, pero sí es la fe en Dios la que ha producido la creencia en una recompensa ultraterrena.

Para el creyente la Eternidad no es, como se ve, sólo una esperanza, es también una presencia, es Cristo mismo.

Cada vez que recibimos la comunión, en ella “nos viene dado el compromiso de la gloria futura”; cada vez que acogemos la Palabra del Evangelio, se produce en nosotros “la vida eterna”

Esta presencia de la eternidad en el tiempo nos es dada siempre del Espíritu Santo. Él depósito de nuestra herencia (ef. 1,14; 2 Cor 5,5), que nos fue donado para que habiendo recibido los primeros frutos, anhelemos la plenitud, también San Agustín escribe: “Cristo nos ha dado las arras del Espíritu Santo, con el cual ha querido asegurarse el cumplimiento de su promesa”.

LA ESPERANZA DE LA GLOIA.  Loredana

La fe le otorga al hombre certeza de la existencia de Dios y de su amor y de esto nace la esperanza en cuanto el cristiano vive en la espera de la manifestación de su Gloria.

Cuando la esperanza toca nuestro corazón y entra en nosotros, toda nuestra vida es orientada a través de Dios, cada cosa viene validada en una dimensión diversa, no hay más espacio para el mundo, para los honores humanos, para la vida fácil  y cómoda pero sobretodo el fin de aquel trampolín previo que nos impulsa hacia Dios, hacia la Gloria futura.

Por lo cual toda la vida terrena del cristiano se convierte en un recorrido,  un viaje para llegar a ver a Dios. Un viaje que requiere el esfuerzo y determinación necesarios para proseguir en el camino y para afrontar todos los obstáculos debidos a la dificultad entre el presente (el tener que viajar) y aquel que será el futuro (el alcanzar la meta, llegar).

Si decidimos encaminarnos en este recorrido dejándonos guiar por el Señor, debemos estar preparados a no tener lazos posesivos con las cosas del mundo, debemos estar listos para abandonar cada cosa para proseguir hacia la meta fijada por el Señor (pensemos en los misioneros que se alejan de sus países para andar a los lugares más abandonados y anunciar al Señor). Todo esto exige un gran empeño en andar adelante, aunque no sea fácil hacerlo.

Esta determinación será alimentada por la convicción de que se puede llegar a alcanzar la meta en primer lugar, porque hay la esperanza de llegar a nuestro destino si tenemos el impulso para continuar en nuestro camino.

Si por un momento nos dejamos tomar por el desaliento porque pensamos que no podremos llegar en el lugar propuesto, perderemos la esperanza y no tendremos más la capacidad de proseguir.

La esperanza transmite aquella fuerza que da energía y vigor a las piernas cansadas; es ese empuje que transmite una voluntad resuelta para proseguir el camino, con la disposición de ver el futuro como si fuese ya el presente.

La esperanza nos hace imaginar la victoria antes de regocijarnos en la victoria misma.

Si no nos ponemos en una actitud de escucha, en sintonía con el Señor, no llegaremos a comprender el sentido de la esperanza cristiana y sobre todo a comprender que nos ha sido dada ya desde el momento de nuestro Bautismo.

El Papa Francisco en su Homilía ha afirmado: “la esperanza no es optimismo, no es la capacidad de ver en sentido positivo, pero la define como una expectativa entusiasta a la Revelación del Hijo de Dios”. (Debemos entonces movernos hacia esta revelación)

Después ha recordado que los antiguos cristianos representaban la esperanza como un ancla, un ancla fija en la orilla de la otra vida.

Y ha proseguido con una pregunta: ¿Dónde estamos anclados nosotros? ¿Estamos anclados en la rivera de aquel océano o estamos anclados en una laguna artificial que hemos construido nosotros, con nuestras reglas, nuestro comportamiento y nuestro propio horario?

Si estamos anclados allí donde todo es cómodo, todo es seguro, si es así, esa no es esperanza.

Ha continuado después diciendo que la esperanza cristiana es una pequeña semilla plantada por el Espíritu en nuestros corazones. El Espíritu trabaja “como una levadura” en nuestro corazón, no  se ve pero está.

Para concluir ha dicho: “Una cosa es vivir en la esperanza, porque en la esperanza somos salvados, y otra cosa es vivir como buen cristiano y nada más”.

Debemos entonces ser aquellos cristianos que tienen en ellos el fermento de aquella levadura y no cerrarnos en un refrigerador que nos hace permanecer como un pan ázimo, aplastado y sin levadura.

Desafortunadamente si miramos alrededor, por la crisis que afecta a todas las industrias, muchas personas son presas de la preocupación, por lo que según la lógica humana pareciera anacrónico hablar de alegría y esperanza.

Tantas son las familias desesperadas por la falta de trabajo, que viven en la miseria y en la pobreza, tanto que, presos de la angustia y de la desesperación, no tienen la fuerza y el coraje de seguir adelante. (las noticias nos reportan frecuentemente episodios desesperados) cuántos jóvenes viven en la incertidumbre y no se arriesgan a tener perspectivas para su futuro.

Pero el hombre cristiano no puede vivir sin alegría, sin esperanza, sin pensamientos sobre el futuro!.

La esperanza es aquella levadura, que debe hacernos crecer en el Espíritu y aquel motor que nos debe impulsar a andar hacia adelante.

Debemos descubrir las razones de aquella esperanza que Jesús, con su venida, ha traído al mundo-una esperanza che no defrauda y que se arriesga a afrontar los retos y amenazas del mundo actual.

Cuántos pasos de la Palabra de Dios tenemos que nos recuerdan: “El Señor permanece fiel por siempre, hace justicia a los oprimidos, da el pan a los hambrientos… El Señor repone la vista a los ciegos, realza a quien ha caído, ama a los justos…” (Sal 145, 6-8)

No debemos sentirnos derrotados y abandonados. El mismo Papa Francisco nos e cansa de repetir: ¡“no se dejen robar la esperanza”!

Así que nuestra actitud, por fe, deberá ser aquella de tener la capacidad extraordinaria de transformar las dificultades en retos, que nos deben estimular, que nos deben retar a salir adelante; no debemos nunca perder el entusiasmo que nace de la fe que Dios transmite.

Nuestro viaje de cristianos, nuestro peregrinaje como miembros del pueblo de Dios, se ha iniciado con el bautismo y terminará con la muerte.

En este recorrido afrontaremos sufrimiento, dificultad, todas las situaciones ligadas al mundo, pero esto es parte de la vida de todos.

Incluso, la Resurrección de Jesús estuvo estrechamente ligada a su sufrimiento, por lo que estando en este mundo y en adelante en nuestro caminar, debemos tener siempre puestos los ojos en el cielo.

Si vivimos u na vida de fe y de esperanza, debemos, como Jesús, saber aceptar el sufrimiento, porque también en él está presente Dios y no nos abandona.

Esto no significa que no demos aún orar por ser liberados. La oración de hecho, es la respuesta propia del cristiano que tiene confianza.

Aunque el sufrimiento sirve para recordarnos que estamos en viaje, que la felicidad final no está aquí en este mundo por donde debemos seguir adelante con fuerza y perseverancia en Dios.

Estamos llamados a vivir intensamente nuestro presente, teniendo la mirada fija en el cielo, pero procediendo con pies bien firmes sobre la tierra.

Debemos tener fe y confianza en Dios, porque todo depende de Él, y esforzarnos por nuestra parte. Cada uno de nosotros recorre el viaje de la vida con tal certeza que este nos llevará al Señor.

Si analizamos la Escritura cuántos ejemplos encontramos de parte de quienes, con confianza se han dejado guiar por el Señor en el transcurso de su propia vida, pensamos en Abrahán: “él creyó, esperando contra toda esperanza, así se convirtió en padre de muchas naciones”. (Rom. 4,18)

En aquel tiempo, si un nómade abandonaba la tribu, no tenía más perspectivas futuras, era el final para él por cuanto corría el riesgo de morir por hambre o por soledad.

Sin embargo, Dios pide a Abrán esto: “Vete de tu tierra y de tus parientes, al país donde yo te llevaré” (Ge. 12,1).

Desde el punto de vista racional era absurdo: aventurarse en un viaje que les habría conducido a la muerte. Pero no obstante todo ello, Abrahán y su mujer decidieron ponerse en camino, seguidos por toda su tribu.

El viaje fue largo y fatigoso, duró 40 años durante los cuales este pueblo tuvo necesidad de mucho vigor para poder continuar,  empujados por la certeza que podían llegar a su destino y que la victoria era posible.

La única cosa que les daba la fuerza para seguir era la esperanza en la promesa de Dios: “Haré de ti un gran pueblo y te bendeciré, convertiré en grande tu nombre y te volverás una bendición. Bendeciré a aquellos que te bendigan y maldeciré a aquellos que te maldigan y en ti dirán benditos todos los pueblos de la Tierra”. (Gn. 12, 2-3) 1544609_504083236365130_7025850421990775951_n

Estas palabras fueron determinantes porque el viaje parecía una locura, incluso cuando las posibilidades humanas se agotaban.

Recordemos la figura de Moisés. Cuando Dios pide a Moisés de revelarse al faraón y hacer salir de Egipto a los hijos de Israel, él le dice: “Quién soy yo para hacer esto?” La respuesta de Dios fue simple: “Yo estoy contigo”.

Este “Yo estaré contigo” ha permitido que Moisés fuese impulsado de la esperanza de salir airoso por la promesa hecha por Dios mismo que había garantizado su presencia.

El pueblo de Moisés ha tenido la fuerza de andar adelante por sobre todo, porque ha creído en Dios y ha continuado esperando alcanzar la Tierra Prometida.

El peregrinaje del pueblo de Dios, descrito en el Antiguo Testamento, sirve para dar fuerza también a nuestro viaje.

Fue una promesa para sostener su esperanza y la misma promesa debe sostenernos  también a nosotros en cuanto Dios no nos abandona en nuestro recorrido.

Durante su ministerio terreno también Jesús tenía la necesidad de la esperanza. Sabemos que Él fue similar a nosotros en todo, menos en el pecado; se hizo humano: “se despojó de sí mismo, asumiendo la condición de siervo y semejante a los hombres” (Fil. 2,7)

Él sabía que debía sufrir el miedo humano a la muerte, mientras comprendía su significado, porque a través de su muerte seríamos rescatados del pecado.

En el Huerto de Getesemaní, oró así: “Padre Mío, si es posible aparta de mí este cáliz…” (Mt. 26,39)

Sin embargo, tenía la segura esperanza de que el Padre le haría pasar de la tumba a la Resurrección gloriosa. Esa era la certeza que lo sostenía.

Nosotros por nuestra fragilidad humana, rápido nos dejamos tomar por la desesperanza cuando las cosas no andan bien como deseamos, cuando la persona más querida se aleja de nosotros, cuando nos encontramos en momentos de necesidad.

También Jesús se siente abandonado por todos pero tiene la esperanza más profunda que aquellas ligadas a as cosas del  mundo, tiene la certeza que su Padre estaba con Él: “Mirad que llega la hora (y ha llegado ya) en que os dispersaréis cada uno por vuestro lado y me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn. 16,32).

También la vida de Jesús debe constituirse en un modelo para nuestra vida.

Ha sido un “Viaje en la esperanza” por aquello que debía suceder, fundado sobre la certeza en las promesas de Dios.

Es este tipo de esperanza -la misma que tenía Jesús- que debe vivir en nosotros por medio del Espíritu Santo que da impulso y poder, energía y dirección a nuestra vida, si de verdad creemos y deseamos dar pasos concretos en nuestra fe.

Aquella esperanza que nos lleva a creer en la resurrección como ha sido para Jesús, toma coraje y firmeza en su resurrección física.

La esperanza cristiana es certeza, porque se basa en las promesas de Alguien que tiene el poder de mantenerlas y que no puede mentir.

También la figura de María nos hace recordar que solamente aquellos que tienen puesta su fe y su esperanza en el Señor, han podido experimentar su bondad y su providencia.

Con estas palabras María invitó a la servidumbre a poner su esperanza en su Hijo.

Los siervos realizaron la palabra de Jesús, habiendo llenado de agua las ordes, no imaginaban aquello que ocurriría, esperando un buen éxito de su acción. Y su esperanza fue recompensada.

También permaneciendo al pie de la Cruz, unida a la pasión del Hijo, María era la expresión de la fe, la esperanza y la caridad continuaba creyendo en el futuro y en el cumplimiento de “aquel anuncio” por el cual el Mesías debía sufrir pero que sería resucitado al tercer día.

La Asunción de la Virgen al Cielo, se convierte para nosotros en un signo de segura esperanza.

En ella se realizan todas las promesas de Cristo. Ella es la primera entre los redimidos, a la cual Cristo ha concedido la participación en su victoria pascual: en cuerpo y alma.

Por lo tanto, los fieles contemplando a la Madre, que participa de la gloria de su Hijo, reforzamos nuestra esperanza que un día participaremos de la misma gloria.

María, con su intercesión, cuida a cada hijo, y nosotros, siendo hijos, debemos encomendar a Ella nuestro crecimiento espiritual y para superar cada dificultad, en los momentos de desesperación, de miedo y en todas las situaciones difíciles de la vida.

María nos transmite alegría, paz, fe y perseverancia, nos dona un corazón valiente que no vacila.

CONCLUSIÓN.

Concluyendo entonces, no podemos contentarnos con  tener esperanza sólo para nosotros. El Espíritu Santo quiere hacer de nosotros “sembradores de esperanza”. No hay regalo más bello que difundir la esperanza en casa, en la comunidad, en la misma Iglesia y en quienes están alrededor.

Donde renace la esperanza, renace también la alegría.

Y nosotros debemos ser personas que esperan ser felices, pero personas que son felices de esperar, porque en nosotros está la esperanza y la alegría que distinguen al cristiano.

Regocijémonos, estemos contentos, alcemos nuestros ojos a lo alto porque el Espíritu nos hace ver ya un nuevo cielo y una nueva tierra.

En el Apocalipsis Juan escribe:

“Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él Dios – con – ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado.» Entonces dijo el que está sentado en el trono: «Mira que hago un mundo nuevo.» Y añadió: «Escribe: Estas son palabras ciertas y verdaderas.» Me dijo también: «Hecho está: yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin; al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida gratis. Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí. Amén.

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