Fiuggi 30 Abril – 3 Mayo 2015
XXVIII Congreso Internacional
“Y ESTOS PRODIGIOS ACOMPAÑARÁN A LOS QUE CREAN”
El tema de nuestro 28° (vigésimo octavo) Congreso lo tomamos de la parte final del Evangelio de Marcos que para la Renovación Carismática, y para nosotros en particular, es un tipo de mandato que el Señor Resucitado nos confía.
Él, como se ha leído, ha dicho a sus apóstoles y discípulos de entonces y a nosotros: “Vayan por toda la tierra y proclamen el Evangelio a todas las criaturas”.
¿Cuál es, entonces, la tarea más importante que Jesús Resucitado encomienda a toda la Iglesia, a la Comunidad, a cada uno de nosotros? Es la de llevar el Evangelio a todos, es la de hacerlo conocer a Él, el Señor, el Salvador del mundo.
Hoy tenemos una necesidad urgente de una nueva evangelización, de misioneros valientes, de gente generosa, dispuestas a “perder” la vida y la cara por el Evangelio.
Nos lo pide Papa Francisco, nos lo piden los Obispos cada vez preocupados por la “descristianización”, especialmente en Italia y Europa. Y nosotros, como Comunidad Jesús Resucitado tenemos esta doble vocación: la alabanza y la evangelización.
La evangelización no es menos importante que la alabanza. Yo diría que es la consecuencia lógica de una actividad contemplativa; es el gozo incontenible de una Presencia en nosotros que tiene que ser comunicada, tal como lo dice el salmista: “Canten al Señor, alaben su nombre, anuncien día tras día su victoria, proclamen su gloria entre las naciones, sus maravillas entre todos los pueblos”.
Estamos llamados a anunciar el Evangelio para que se cumplan las maravillas de las que hablaba el salmista, cubiertos por la potencia, es decir, con los prodigios que nos manifiesta el Señor resucitado.
Él nos manda en su nombre a ir y proclamar, bautizar, expulsar demonios, orar en lenguas, sanar los enfermos… pienso que hasta que la Iglesia, la CGR, todas las realidades eclesiales, no pongan en práctica esta Palabra, sucederá poco o nada y el Espíritu Santo fatigará a cambiar la faz de la tierra.
Desde los inicios de la Renovación Carismática hemos visto bajar una potencia, una unción increíble sobre el pueblo de Dios: conversiones, sanaciones, milagros. Acciones potentes. Grandes manifestaciones del Espíritu Santo. Esta gracia tan abundante, ha producido numerosos frutos: muchos cristianos han sido renovados y nuevas comunidades han nacido.
Nosotros también estamos entre estos frutos. Nosotros también somos destinatarios de esta extraordinaria experiencia carismática y al mismo tiempo hemos sido instrumentos de salvación para muchos y testigos de los prodigios del Señor.
Pero ahora que la comunidad ha crecido y se ha extendido en otras naciones, quizás ha disminuido la fuerza carismática. Se ha debilitado la frescura inicial y ha tomado control el cansancio. Nos preguntamos entonces ¿han terminado los tiempos de gracia?, ¿Tenemos todavía fe en el Señor y en sus promesas?, ¿Nos hemos olvidado de las profecías?, ¿El Señor se quiere servir de nosotros todavía?.
Nosotros queremos creer en su palabra profética según la cual nos dice que está preparando tiempos nuevos, un gran despertar en toda la Iglesia y en nuestra Comunidad.
Él nos está llevando de vuelta a la fuente de nuestra vocación, a la frescura de nuestro carisma y a una evangelización carismática potente. Para que se realice todo esto es necesario entonces sobretodo la fe, una fe grande, iluminada, cierta, en fin, una fe carismática.
Mientras tanto tenemos que distinguir la fe, como virtud teológica, del don carismático de la fe. La virtud de la fe es un poder que nosotros como cristianos tenemos siempre, es un don estable dentro de nosotros y, a través del cual, aceptamos las verdades cristianas y normalmente actuamos conforme a las mismas (por ejemplo, participamos de la Misa, los Sacramentos, la oración, hacemos obras de caridad, etc.).
Esta fe brota de la escucha de la Palabra de Dios y es la fe salvífica necesaria para la salvación y para nuestro crecimiento espiritual. La fe carismática en cambio, es un poder pasajero a través del cual Dios mueve a la persona a orar, a pedir o a actuar con certeza “los que tengan fe cumplirán las señales…”
Por medio de la fe carismática Dios manifiesta su potencia a través de las personas. Jesús para describir la fe carismática, afirmó que ésta se daría en grado de mover las montañas. San Pablo cita el don de la fe carismática en el capítulo 12 de la Primera Carta a los Corintios: “a cada uno le ha le ha sido dada la manifestación del Espíritu para provecho mutuo, a uno es dada palabra de sabiduría; a otro, palabra de conocimiento según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu”.
El mismo tema se retoma en el capítulo siguiente: “y si tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios… y poseyera la plenitud de la fe para mover montañas”. En los dos textos se habla de la fe, no de la fe teologal de la que hemos hablado, sino de un carisma, o sea la fe, que no es de todos.
San Cirilo de Jerusalén escribió acerca del carisma de la fe: “la fe carismática, o sea aquella gracia divina particular que proviene del Espíritu Santo, no tiene que ver con la doctrina, sino con el dar a las personas una potencia que va más allá de su capacidad. Quien posee este tipo de fe puede decir a la montaña “muévete” y esta se moverá.
El Don de la fe carismática nos lleva a creer y actuar en el nombre de Jesús. ¿Qué significa el nombre de Jesús? El nombre de Jesús significa – Dios Salva. San Epifanio escribe que en la lengua hebrea Jesús significa aquel que sana, o sea el médico y salvador.
El arcángel Gabriel mismo dice el significado del nombre de Jesús, cuando dice a José de no tener miedo en tomar como esposa a María porque lo que nació de ella viene del Espíritu Santo: “Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Y Pedro predicaba diciendo “no se da la salvación en ningún otro nombre, sino en el de Jesús de Nazaret, y no es dado en la tierra a los hombres otro nombre, en virtud del cual puedan ser salvados” en el A.T. leemos como el nombre de Jesús es anunciado a los profetas. Jacob en su lecho de muerte exclama: “¡Esperaré, Oh Señor, tu salvación!”.
El profeta Habacuc llamaba esta salvación con su propio nombre diciendo: “yo me alegraré en Yahvé y me regocijaré en el Dios de mi salvación” (Habacuc 3:18). Y el profeta Isaías: “¡Destilen, cielos, desde lo alto, y que las nubes derramen la justicia! ¡Que se abra la tierra y produzca la salvación,
y que también haga germinar la justicia! Yo, el Señor, he creado todo esto. (Is. 45:8).
En el N.T. San Pablo escribe: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble, de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra” (Fil 2:9-10).
Dios Padre ha dado a su Hijo el nombre de Jesús, o sea la notoriedad y la glorificación de este nombre, para que en calidad de Mesías (el ungido) y Salvador, Jesús fuera reconocido, honrado y celebrado en todos los lugares y para siempre en el cielo, sobre la tierra y debajo del infierno.
Él se rebajó y se privó de su divinidad, se hizo obediente hasta su muerte en la cruz, mereciéndose este nombre omnipotente cual digno título del Salvador y Redentor del mundo.
Entonces como cristianos, como Comunidad que lleva el nombre de Jesús, tenemos que creer en la potencia de este nombre, esta potencia no es sólo de otros tiempos; es un don destinado a la Iglesia naciente porque las promesas del Señor valen también hoy para nosotros: Jesús es el mismo ayer, hoy y en la eternidad.
Entonces orar y obrar en el nombre de Jesús es actual, también ahora. Usar su nombre es mucho más que pronunciarlo.
Éste representa no solamente la característica de su persona, sino también su autoridad y su reputación. Entonces orar en el nombre de Jesús significa orar con su autoridad y pedir a Dios Padre de actuar en el nombre de su Hijo.
Es Jesús que nos invita a presentar nuestras oraciones al Padre en su nombre “En verdad, en verdad os digo que todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará”. Jesús no nos dice: “intenten pedir al Padre y Él examinará sus plegarias”, más bien nos dice: “Pidan y Obtendrán”.
Se trata de una promesa y de un compromiso solemne. Su nombre nos garantiza y respalda nuestras plegarias. El nombre de Jesús es la llave que abre toda puerta: la de la luz, la del gozo, la de la sanidad, la de la liberación, la de la vida. San Pedro esto lo sabía bien, y por esto pudo decir al paralítico que pedía limosna en la Puerta Hermosa: “no poseo ni oro ni plata, pero lo que tengo te lo doy: en el nombre de Jesucristo el Nazareno, párate y camina”. Este milagro, descrito en los Hechos de los Apóstoles nos hace comprender que cuando pedimos con fe en el nombre de Jesús, lo descubrimos vivo, presente y activo.
Nuestra oración es eficaz porque conocemos a Jesús, tenemos una relación con Él, lo amamos, confiamos en Él y nos apropiamos de la potencia que existe en su nombre, usando con nuestra autoridad bautismal los poderes de nuestro sacerdocio real que derivan de Él.
No tenemos más que esto: su nombre y la potencia que hay en este nombre. Aquí yace todo. Por lo tanto no tenemos oro ni plata, lo que significa que no tenemos poderes personales, ni energías ni fluidos. Somos solamente canales, instrumentos, vehículos de gracia, vasos de arcilla que deben reflejar la potencia que viene de Dios y no de nosotros.
(Nuestro testimonio)
¿Cuántas veces, cuántos de nosotros experimentamos el poder del nombre de Jesús? ¿Cuántos hemos visto sanaciones realizadas por la fe en este nombre? Nosotros lo hemos visto. En este sentido, puedo dar testimonio de esto para glorificar su nombre.
Es algo que ocurrio cuando empezó más o menos nuestro viaje en la Renovación Carismática (Comunidad María, hace unos 37 años atrás).
En ese momento estábamos recien efusionados, sin ser responsables de Comunidad ni ninguna experiencia de Comunidad carismática, sin embargo, como todos los principiantes, éramos entusiastas, con una fe simple y llenos de celo por el Señor.
Un sábado por la noche, después de la reunión de oración en Sant’Angelo in Pescheria (Iglesia muy antigua en el centro de Roma), retornamos a recoger nuestro hijo Alessio que habíamos dejado en casa de mis padres. Allì, desde hace algunos días, estaba una compañera de mi pueblo, mi vieja amiga. Ella había venido a Roma para algunas consultas medicas pues como ella sufria desde hacia algunos meses de “ataques extraños en la cabeza, debido a una lesión cerebral. Estos se realizaban dos veces al día, todos los días. Durante estos ataques, que duraban un par de horas, ella se entumecia convirtiéndose como si fuera una “mesa”, su lengua se envolvía en la garganta, con el riesgo de no poder respirar ni hablar. Cuando digamos, se despertaba se quejaba de un dolor de cabeza que duraba mucho tiempo dejándola aturdida. En resumen, su enfermedad, le causó molestias y sufrimientos indecibles.
Ese sábado, en el coche, tuvimos la percepción de que ibamos a ver su ataque. De hecho, después de los saludos, no hubo tiempo para sentarse en la mesa para la cena que ella cayó al suelo toda rigida. La tomamos y la llevamos en la cama y empezamos a rezar en lenguas, imponendo las manos, tal como lo habíamos visto hacer en la comunidad por los responsables. Y ya que ella no era capaz de hablar, le dijimos a abrir y cerrar los ojos, en señal que nos entendia y de repetir en su mente el nombre de Jesús.
En un momento, sentimos una gran unción; como una “persona” que se apoderó muy fuerte de nosotros. Fue entonces cuando Paolo dijo con gran autoridad: “Elisa, en el nombre de Jesús, levántate”. De repente, ella se sentó en la cama llorando y nosotros llenos de alegría y asombro: ella gritó varias veces: ¿Qué me pasó? La cabeza no me duele más, estoy sana! “Mis padres, que estaban viendo la escena en la puerta de la habitación, se sorprendieron. Recuerdo a mi madre llorando. Nos quedamos sorprendidos y llenos de alegría por lo que había pasado y cómo el Señor nos habíamos usado para esta sanacion. Entre otras cosas esta amiga se acerco a la fe, aprendiendo a alabar e invocar siempre el nombre del Señor, así como lo habíamos enseñado. Después vivió mucho tiempo y murió de vejez. Por esta y muchas razones, principalmente porque Jesús se dio a conocer y nos ha salvado, quiero darle las gracias y alabarlo juntos a ustedes con este salmo: “Alaben al Señor y bendigan su nombre, proclamen sus obras entre los pueblos. Canten a él, cantos de gozo, mediten todas sus maravillas. Gloríense en su santo nombre: Sea alegre el corazón de los que buscan al Señor. Buscad a Dios y su poder; buscad siempre su rostro. Recuerden las maravillas que ha hecho, sus prodigios y los juicios de su boca: vosotros, descendientes de Abraham su siervo, hijos de Jacob, su elegido”. (Del Salmo 105).
LAS SEÑALES
En mi nombre expulsaran (o echarán) demonios. Esta es la primera señal que acompaña a aquellos que han creído en Jesús. Expulsar demonios no quiere decir “ir por ahí a cazar demonios” o hacerse pasar por exorcistas; dejemos este ministerio a los “especialistas del trabajo” o sea, a los exorcistas oficiales de la Iglesia; más bien quiere decir, ejercitar la autoridad que el Señor nos ha dado, haciéndose de esta manera, su voluntad. (Oración de liberación).
Los demonios atan a las personas a través de las enfermedades, opresiones, pecados graves, esclavitud, miedos… (Las Escrituras dicen que el diablo hace esclavos a los hombres por miedo de la muerte) y es por esto que la Iglesia y la Comunidad tienen la tarea de “exponer” la obra de satanás y destruirla, porque se opone a la obra de Dios.
Hace un tiempo atrás, cada uno de nosotros estaba lejos de Jesús y de la Iglesia y esclava del Maligno, aunque fuere bautizada, pero cuando hemos conocido al Señor, su amor se difundió dentro de nosotros, nuestras vidas han sido cambiadas, y en Él hemos experimentado la victoria y la autoridad de “pisar serpientes, escorpiones y toda potencia del enemigo”.
Por lo tanto, debemos tomar conocimiento de esta autoridad propia del nombre de Jesús y del hecho de que todos los demonios escapan cuando son expulsados en el nombre de Jesús. Estamos llamados a destruir la potencia del enemigo y su reino de muerte; debemos reprenderle cuando en nuestras mentes insinúa pensamientos negativos, cuando nos acusa, nos condena o nos hace dudar del amor de Dios, cuando atenta contra la armonía, la paz y la unidad de nuestra familia o de la comunidad, cuando quiere dañarnos en la mente, en el trabajo, en los estudios, en las demás áreas de nuestra vida.
Él es nuestro enemigo y hace de todo para quitarnos aquella potencia que el Señor Jesús nos ha donado para luchar y vencerlo. El apóstol Pedro nos exhorta a ser sobrios y vigilantes porque nuestro enemigo, el diablo, esta en nuestro entorno como un león rugiente buscando a quién devorar…
Si pudiera engañar incluso a los elegidos. Además el Señor pone a nuestro alcance todas las armas necesarias para luchar contra el: (Efesios 6:10-18) (la armadura de la verdad y de la justicia, los calzados para anunciar el Evangelio, el escudo de la fe, el yelmo de la salvación, la espada del Espíritu, la oración perseverante y los sacramentos).
Otra señal que acompaña los creyentes es el don de lenguas. Esta señal es la más espectacular y polémica de los dones del Espíritu Santo, tiene una sólida fundación bíblica e histórica según los estudiosos modernos, ellos demuestran como se esperaba la manifestación del don de lenguas durante el Bautismo de los adultos, al menos hasta el siglo V. Es necesario distinguir entre el don de hablar en lenguas (concedido a muchos bautizados) y el don de hacer profecías en lenguas, carisma concedido a pocos bautizados por el Espíritu Santo.
Esta señal, el hablar y cantar en lenguas, en la oración, lo reconocemos cuando recibimos la efusión, a veces antes de recibirla (efusión espontánea). Quien lo ha experimentado no tiene dudas: es en verdad el Espíritu Santo que ora con gemidos inefables.
Es preciso aclarar que no es algo que sucede sin la cooperación de la persona y si la primera vez se manifiesta de manera potente e incontrolada, igual es un don fiado a la libertad de la persona que puede decidir si usarlo o no, y cuando se usa, la persona se queda dueña de sí misma y consciente de la realidad que lo rodea, por lo tanto no es asimilable de ninguna manera a una condición de trance o de éxtasis, ni tampoco proviene de la sugestión emotiva de la oración comunitaria ya que se puede orar en lenguas en la oración personal. (Todos los dones de Dios se “controlan”).
Este don conlleva una grande gracia, sobre todo tiene una gran eficacia de liberación y de sanidad de heridas profundas de nuestra alma.
Muchas veces, sobre todo orando por los hermanos y hermanas o en situaciones específicas, sucede de no saber con certeza lo que nos pide el Señor, en estos momentos confiamos en el Espíritu Santo que viene en nuestra ayuda y ora en nosotros, puesto que seguramente Él sabe lo que es mejor pedir.
En la oración de sanidad y liberación el don de lenguas tiene una eficacia particular. Sobre todo en las de liberaciones, asume una forma insólita con un tono de autoridad si bien en otras ocasiones se manifieste con un canto dulce.
Sabemos que el diablo esto no soporta, sobre todo porque esta comunicación tan inmediata que tenemos con el Señor, a él es negada y ver como nosotros, simples creaturas, la tenemos, lo hace literalmente “enloquecer”.
Así que el don de lenguas no es un simple don de liberación, como se dijo antes, sino también un don de sanidad. El don de lenguas es una contemplación “sonora”, una oración contemplativa vocalizada. El don de lenguas, cual oración contemplativa, sana.
De alguna manera la contemplación nos permite de “penetrar” en Dios y de llegar no solamente a su presencia, sino también a un mayor conocimiento de Él por medio del amor. Y el conocimiento del corazón, que como una flecha se lanza hacia el Señor. Lo alcanza y lo “toca”.
Casi como lo que sucedió a la mujer que extendió su mano y tocó el borde del manto de Jesús: la potencia que emana del Señor me sana.
Esta experiencia la tenemos incluso cuando hacemos la oración personal. Es lo que afirma San Pablo cuando dice que este don también nos edifica a nosotros mismos.
El Señor tiene muchas maneras de manifestarnos su potencia de liberación y sanidad. Como Él, estamos llamados a comprometer nuestra vida en la lucha contra el mal, en todas sus formas. Somos salvados para salvar, sanados para sanar, consolados para consolar.
Una de las señales del Reino, la cual debe ser llevada por los discípulos, es la sanación de las enfermedades como Jesús: “Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia.” (Mateo 10:1)… “Y expulsaron a muchos demonios y curaron a muchos enfermos, ungiéndolos con aceite.” (Marcos 6:13)
“Y estos prodigios acompañarán a los que crean: En mi nombre expulsarán demonios… sobre los enfermos impondrán sus manos, y sanarán.” De las Escrituras hemos leído como Pedro sana al paralítico en la Puerta Bella, en Lidia a un paralítico de nombre Eneas (Hechos de los Apóstoles 9:32-35), en Jope resucita la discípula Tabita (Hechos de los Apóstoles 9:36-42).
Por la obra del diacono Felipe, “Porque de muchos que tenían espíritus inmundos, salían éstos dando grandes voces; y muchos paralíticos y cojos eran sanados” (Hechos de los Apóstoles 8:7). De la misma manera Pablo sana un paralítico en Listra (Hechos de los Apóstoles 14:8-10), el padre de Publio y otros habitantes de la isla de Malta (Hechos de los Apóstoles 28:9) y resucita al joven Eutico en Troas (Hechos de los Apóstoles 20:7-12).
La imposición de manos es otro signo atado a curaciones y milagros. Es un gesto que Jesús mismo hacia sobre los enfermos: “Al ponerse del sol, todos los que tenían enfermos de diversas enfermedades los traían a él. Y El poniendo las manos sobre todos, los sanaba. “(Lucas 04:40)
El gesto de las manos se remonta al Antiguo Testamento donde se menciona en los primeros libros. Es un gesto que significa, al mismo tiempo, la bendición y la intercesión. Tocar la persona, pidiendo al Señor que descenderá sobre esta su Espíritu, su bendición y, al mismo tiempo, debemos orar intercediendo para que el Señor actúe.
En el gesto de tocar (la imposición de manos), hay una transferencia espiritual entre las personas. El Señor transfiere, nos comunica su unción.
Los brazos y las manos son un vínculo de la fuerza y el poder de la Comunidad: ¡Qué poderosa mano de Moisés había puesto en marcha a los ojos de Israel! a través de este gesto, queremos comunicar, en cierto sentido, la fuerza del Señor.
El Señor usa también este signo para manifestar, expresar, su ternura, su protección, su gracia y su voluntad de sanar. Leemos algunos ejemplos de la imposición de manos en el Antiguo y el Nuevo Testamento.
(Nm 8,10) El Señor dice: “Una vez que hayas hecho acercar a los levitas hasta la presencia del Señor, los israelitas impondrás las manos sobre ellos.” También, Dios dice a Moisés: “Toma a Josué, hijo de Nun, que es un hombre animado por el espíritu, e impón tu mano sobre él” (Num 27: 18-20). “Josué, hijo de Nun, estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés había impuesto sus manos sobre él” (Dt 34,9).
En N.T. A Jesús le presentaron niños y cogiéndolos entre sus brazos y poniendo las manos sobre ellos los bendijo “(cf. Mc 10, 13-16).
Jesús sana a un leproso. “Movido por la compasión, Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: ¡Quiero sanarte! Inmediatamente le desapareció la lepra y quedó sano” (Mc 1, 41-42).
“El padre de Publio estaba en cama con fiebre y disentería. Pablo fue a verlo, oró, le impuso las manos y lo curó”“(Hch. 28,8).
El gesto de imponer las manos que es lo que hacemos en Comunidad, se considera un sacramento en la Iglesia, es decir, sus efectos dependen de la voluntad de Dios y de las disposiciones interiores de los que la reciben.
Hay que hacer una distinción entre la imposición de manos “privadas” y el otro en la Iglesia. Privado: estoy en casa, alguien de mi familia está enfermo y puedo poner sus manos sobre: hijo / hija, padre, esposo… ¿Cuántos de nosotros lo han hecho o lo hacen?
Sabemos que a través de este acto pasa el poder de Dios, la bendición, la sanación. Ejemplo: sobre Alessio pequeño y él sobre nosotros – mi suegro sobre Paolo. Nosotros como pareja. Cuántas sanaciones espirituales! A veces, incluso físicas. Esto no implica ninguna responsabilidad por parte de la Comunidad.
En la comunidad es diferente, porque en este caso estoy en una “Iglesia”, entendida, como la reunión de los cristianos que rezan. Por lo tanto, cuando impongo las manos, involucro a la comunidad, en comunión con mis hermanos y hermanas, es un servicio a la comunidad en sí, que a través de los responsables, hemos recibido un mandato específico.
Aquí también hemos visto a muchos hermanos y hermanas sanarse de enfermedades espirituales y físicas, y también conversiones extraordinarias de hombres y mujeres de todas las edades y familias. En algunos momentos particulares sin embargo, algunas veces, los animadores “sienten” proféticamente que todos pueden imponer las manos, también aquellos que no tienen el mandato para imponer las manos a los hermanos.
Entonces el gesto involucra a toda la comunidad que está “ungida” por el Espíritu Santo y actúa en comunión entre todos.
Hermanos y hermanas, estamos llamados a hacer las mismas obras de Jesús, más bien mayores, como Él mismo nos lo ha dicho. Por lo tanto, en la misma medida de la fe, desde nuestro cargo, somos enviados y consagrados como los Apóstoles y discípulos “Para llevar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar la liberación a los cautivos y dar la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor, porque su espíritu está sobre nosotros “(cf. Lc 4, 18-19).
Su unción es infinito poder y el Espíritu Santo desea que caminemos y trabajamos en la fe a Él resucitado y vivo. Ahora, el bautismo que hemos recibido nos ha revestido de potencia, ha puesto en nosotros la fuente del poder. Y el día de la Efusióm del Espíritu nos hizo tomar conciencia de este poder.
Pero el Espíritu nos enseña claramente que por desgracia podriamos haber sido bautizados en el Espíritu y tenerlo en nosotros, sin que esta potencia se manifieste, ¿saben por qué? Porque Él se entristece. La Escritura dice en Efesios 4:30, “Y no entristezcáis al Espiritú de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención”.
Dios respeta la libertad del hombre de una manera extraordinaria. Él no obliga a un incrédulo al arrepentimiento, a cambiar su vida, y nunca requiere un creyente para dejarse santificar.
Poniéndo en nosotros su Espíritu de santidad, el Señor habria podido imponer totalmente su voluntad y obligarnos a abandonar en un instante todos los pecados.
Su propósito es de librarnos del mal haciendonos dar cuenta plenamente de su voluntad, sólo que Él desea que lo hagamos con libertad, por lo que nos deja con la capacidad de resistirnos y hacer entristecer su Espiritú Santo que está en nosotros.
Entristecere al Espíritu es una expresión característica. Esta implica que el Espíritu no es sólo una persona, sino una persona infinitamente sensible, amable, que nos ama con un amor infinito. De lo contrario, sólo podemos resistir, pero no que sea triste a causa de nosotros. ¿Cómo podemos entristecer el Espíritu Santo?
El Espíritu se entristece por varios pecados, como la mentira, la ira, el robo, las malas palabras: palabras inapropiadas. El Espíritu Santo puede ser entristecido por los malos sentimientos como la amargura, ira, gritería, malicia, blasfemia, la falta de bondad, del perdón y del amor.
Podemos entristecer el Espíritu Santo con la inmoralidad y la impureza, la lujuria y la codicia. De todo lo que es malo y que hacemos en secreto: la embriaguez, el adulterio, las drogas, etc.
Los nombres dados al Espíritu Santo nos enseñan también como lo podemos entristecer. En Romanos 1, 4. Dice: “Él es el Espíritu de Santidad”. Cualquier cosa inmunda, y todo lo conectado con el mal, le entristece.
Él es espíritu de sabiduría, inteligencia y conocimiento. Cuando ignoramos las verdades espirituales, cuando tenemos poco celo por la lectura, la meditación, el estudio de la Palabra de Dios, cuando preferimos la enseñanza oscura de los hombres a la suya, nosotros lo entristecemos.
Él es “el Espíritu de vida y fuerza.” La pereza espiritual, deteniéndose el desarrollo interior, lo entristecen.
Él es el Espíritu de la verdad (Juan 14,17) Cada mentira, herejía, cada actitud engañadora, nuestras hipocresías, le entristecen.
Él es el Espíritu de fe (Cor 4,13) Nuestras dudas, nuestro desaliento, nuestras preocupaciones, nuestras preguntas, le entristecen.
Él es el Espíritu de amor y gracia (Tm 1,7; Heb 10:29) Si está en nosotros la dureza, si nos negamos a perdonar, si tenemos amargura, murmullamos, o si nuestro corazón permanece indiferente al sufrimiento, si somos tibios hacia Dios, el Espíritu se entristece.
Él es el Espíritu de gloria (1Pedro 4:14) Lo que es carnal, del mundo, terrenal en nuestros corazones, todo esto lo aflige.
Estos pasos enumerados nos muestran con qué facilidad nosotros podemos entristecer al Espíritu. Así que cualquier pecado consciente, grande o pequeño, visible u oculto, entristece al Espíritu.
¿Cuáles son las consecuencias de entristecer al Espíritu? Y si nosotros afligimos el Espíritu, Él nos abandona, nos deja? Muchos piensan que si. Pero sabemos que sólo en el Antiguo Testamento (A.T.) el Espíritu podía ser retirado.
Después de Pentecostés, sin embargo, recibimos el Espíritu Santo para que permanezca siempre con nosotros (Jn 14:16). No nos deja solos si hemos cometido un error, y nos convence del pecado.
Si nosotros afligimos el Espíritu Santo, Él no se aparta, pero perdemos el poder, el gozo, alegría y la comunión con Dios.
Dios respeta nuestra libertad desde el momento que preferimos pecar en vez de obedecer a su voluntad. El suspende su acción en nuestros corazones y la comunión con nosotros.
A partir de ese momento el poder del Espíritu Santo no se manifiesta más: somos impotentes frente al tentador y sufrimos una derrota tras otra. Al entristecer el Espíritu no sólo se pierde la gracia y la comunión, sino también la alegría. Un fruto del Espíritu Santo es la alegría (Gal 2,2) y cuando pecamos, el Espíritu Santo deja de comunicarnos este sentimiento.
Preguntémonos entonces, porquè muchas veces no tenemos potencia en la animación de la oración, en el don de sanacion, de liberacion, en el escuchar las palabras proféticas y en todos los otros dones? Porque a veces la tristeza llena nuestros corazones. Lo que experimentamos es la tristeza del Espíritu.
¿Qué tengo que hacer después de haber entristecido al Espíritu? Si estámos convencidos de que el Espíritu Santo nos abandonó por haber cometido un pecado, no nos debemos abandonar a la desesperación. Ahora bien, si sufrimos por el pecado cometido y estamos arrepentidos, esto es bueno. Pero, al mismo tiempo podemos estar seguros de que vamos a encontrar el perdón, porque estamos comprometidos de nuevo para seguir los caminos del Señor.
En primer lugar, debemos recurrir al sacramento de la Reconciliación. Juan dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad.” (1 Jn 1,9)
Al confesar nuestros pecados no es suficiente decir al Señor, “perdóname, si, he pecado”. Debemos confesar enumerando todos los pecados de los que el Espíritu Santo nos ha hecho conscientes. Cuando tenemos que hacer esta confesión? Tan pronto como escuchamos en nosotros la tristeza del Espíritu Santo y nos damos cuenta de nuestros errores.
Gritamos a Dios y Él nos perdonará. Nuestra comunión con él fue interrumpida por nuestro pecado, pero también es cierto que la hendidura producida no habrá tenido tiempo para expandirse, y para que podamos reanudar nuestro viaje.
Así que, tenemos que recordar que el más pequeño de los pecados puede hacer llorar al Espíritu Santo impidiéndole de manifestarse. Él nos llenará sólo si ha dejado de ser triste.
Y si no estamos llenos del Espíritu Santo, no vamos a tener el poder de transformar el mundo.
En Hechos 1.8 dice: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”.
En el momento en que dejamos de resistirnos a Él y permitimos que llene nuestros corazones, este poder se desborda alrededor y dentro de nosotros y se manifiesta en la eficacia de nuestro servicio (sanaciones, liberaciones, anuncio, etc.) y en la eficacia y la fecundidad de nuestro testimonio.
Así que ser lleno del Espíritu Santo significa estar revestidos en poder. Piensen que Pedro en Pentecostés llevó tres mil personas a la fe. Pero este poder no es dado sólo en vista del éxito también se da en vista de las pruebas e incluso el martirio.
Por todo esto, Señor, te pedimos ahora mismo de renovarnos en el poder en todo nuestro ser; espíritu, alma y cuerpo. Envíanos al mundo, dónanos palabras de fuego y carismas de poder. Actúa en nosotros y confirma tus palabras con las señales de Tu amor.
Ven Señor.