Anunciamos a JesuCristo muerto y resucitado

Para la evangelización (el otro aspecto fundamental que, junto a la alabanza, está en la base de la vocación y del compromiso de la Comunidad Jesús Resucitado) también nos viene al encuentro el ejemplo de María, la primera “evangelizadora”, la que, antes aún de hablar, había llevado concretamente dentro de sí el “Feliz Anuncio” (Evanghelion), el Verbo de Dios hecho carne, y lo dió al mundo.
Y aquí surgen mil consideraciones; mil luces se encienden en nuestro espíritu, para comprender mejor y para actuar… Porque los nuestros son tiempos difíciles, en los que nos encontramos no solo ante millones y millones de hombres y mujeres que, después de dos mil años de Cristianismo, no han oído hablar nunca de Jesús o por lo menos no de un modo significativo y determinante para ellos, sino que hasta nos encontramos ante Naciones que apenas en un reciente pasado podían, a mayor razón, declararse Cristianas, Católicas y que, progresiva y rápidamente han olvidado, abandonado, combatido a Cristo.
Pero, incluso en los mejores casos, en los que haya, de cualquier modo, una base de fe, ésta, en un porcentaje, de verdad preocupante, se presenta la mayoría de las veces como formal, rutinaria, saltuaria. Hoy nos encontramos ante la paradójica realidad de filas enteras de “bautizados” pero que todavía ¡hay que “evangelizar”! ya que, no han llevado a cabo nunca un encuentro real, personal y decisivo con la Persona de Jesús aunque hayan cumplido un itinerario catequístico y sacramental. Esto lo vemos emerger, con toda su dramaticidad, ante graves decisiones que hay que tomar, individuales y colectivas, en lo que se refiere a la defensa de la vida, la fidelidad para siempre, la pureza de las costumbres, el testimonio de la paz, la opción para los pobres…
Quien haya “conocido” de verdad a Jesús, quien lo haya recibido como Señor de su vida, no necesita otros “caminos” (que no reconoce ni tan siquiera como tales), no necesita “escapatorias” porque ama y elige lo que Él ama y manda.
Nosotros, por lo tanto, estamos llamados a “hacer presente” Jesús en el mundo, a fin de que todos puedan encontrarlo. Como María. Como San Pablo, que había llegado a poder decir: «Y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
“¡Cristo vive en mí”! ¿Cuánto nos conciernen estas palabras? ¿Cuánto son verdaderas para cada uno de nosotros? Porque, aunque no hayamos llegado, quizás, todavía a la experiencia y a la conciencia de Pablo, sin embargo, es esta la meta a la que también nosotros tenemos que tender: yo estoy llamada a dejar vivir Jesús en mí, a dejarlo hablar con mi boca, mirar con mis ojos, caminar con mis piernas… Nosotros ya no podemos limitarnos a hablar simplemente de Él (ni mucho menos a transmitir una simple doctrina, tal vez una buena enseñanza espiritual).
Nosotros estamos llamados a “comunicarlo” con toda nuestra vida, es más, a dejar que Él mismo sea libre de “comunicarse” a través de nosotros, miembros de su Cuerpo Místico, de la misma manera que se comunica mediante la Ostia consagrada.
Pero tenemos que creerlo. Tenemos que poner toda nuestra fe. Para esto es necesario que vivamos en una intimidad verdadera, continua, ardiente con Él, que nos dejemos agarrar por el misterio de su Persona, hasta transfigurarnos, que aprendamos no solo a contemplarlo y por eso a conocerlo, sino que en este “conocimiento” que es bíblico (es el de dos Esposos que deciden pertenecerse para siempre), aceptemos compartir en pleno su vida y su misión, inclusive el peso de los sufrimientos que están unidos a esta misión, para poder llegar a experimentar juntos la potencia de su Resurreción.
Cristo es el “contenido”, el único contenido de nuestro anuncio evangélico.
Cristo encarnado, muerto por amor, resucitado y ascendido al Cielo, sentado a la derecha del Padre, donde sigue intercediendo por nosotros y envíando su Santo Espíritu en espera y en preparación de la Resurreción final, de todos los cuerpos y de toda la Creación.
Pero Cristo vive en mí. Entonces el contenido del anuncio y el que habla se vuelven una cosa sola. Pueden volverse una cosa sola. Como una cosa sola con ellos son las palabras para decirlo.
Lo vemos en San Pedro, que habla a la multitud reunida fuera del Cenáculo, el día de Pentecostés: es Cristo mismo, presente en su corazón por la potencia del Espíritu Santo, que “sale” por decirlo de alguna forma de su boca y llega a “traspasar los corazones” de los que lo escuchan.
No es la elocuencia de Pedro la que obtiene este resultado. Lo que él está diciendo («Pero vosotros lo habéis crucificado…») mejor aún, podría ser entendido como un acto de acusa y provocar otra respuesta totalmente diferente. En cambio, las personas son envueltas, aferradas, tocadas hasta lo más profundo por la potencia de la Resurreción que, desde Cristo presente en Espíritu, está difundiéndose sobre ellos.
¡Y lo encuentran! No encuentran solo las palabras de su apóstol. Lo encuentran a Él, vivo y verdadero, presente en esas palabras, en esa mirada, en las manos de todos los discípulos que se están posando sobre ellos a fin de que, después de haberse arrepentido, puedan recibir también ellos el don del Espíritu.
El kérigma, el simple y esencial anuncio de Cristo crucificado y resucitado, está reconsagrando el mundo a Dios. Le está restituyendo lo que es suyo. Mientras todos los que lo reciben retornan a la paz y al orden por Él establecidos.
Es como si, por un momento (pero es un momento de eternidad…), todos los presentes vinieran a encontrarse también ellos en el Tabor, donde Pedro gustó la gloria del Hijo de Dios… o en el Cenáculo, donde con el corazón en la garganta lo vio entrar a puertas cerradas, ya Resucitado… porque todo lo que de Cristo pertenece a Pedro, ahora está libre de pasar también a ellos… Y, entonces, hacen “experiencia” de la salvación, ya que encuentran al Salvador; y, contemporáneamente, toman conciencia del propio pecado y, arrepentidos, se hacen bautizar.
“Creen” en el Evangelio y “se convierten” al Evangelio.

A. Alberta Avòli y Roberto Ricci«Vivían juntos» – “Serie “Líneas Características n. 5”Ed. Comunidad Jesús Resucitado – pag. 70 – 72

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